§ El retrato oval §
El castillo en el que mi ayudante de cámara se había aventurado a entrar por la fuerza, antes de permitir que yo, herido de gravedad,
pasara una noche al aire libre, era una de esas construcciones donde la tristeza se confunde con la grandeza y que durante tanto tiempo se levantaron cejijuntas frente a los Apeninos, de hecho no menos reales que la imaginación de la señora Radcliffe. Según todas las apariencias, había sido reciénte y temporalmente abandonado.
Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y decorada con menos lujo. Se encontraba en una apartada torre del edificio. Los decorados eran ricos, aunque raídos y antiguos. Sus paredes estaban cubiertas de armas, junto con un número inusual de muy alegres pinturas modernas en marcos de arabescos de oro. Estas pinturas, que colgaban no solo en las paredes principales, sino en muchos de los rincones que la muy extraña arquitectura del castillo pudiera requerir me llamaron la atención, tal vez, devido a mi delirio incipiente; de modo que pedí a Pedro que cerrara las pesadas persianas de la habitación, porque ya era de noche, que encendieran las velas de un alto candelabro ubicado en la cabecera de mi cama y que corriera, a lo largo y a lo ancho, las cortinas de terciopelo negro con flecos que rodeaban mi propia cama.
Deseaba hacer todo esto para poder resignarme, si no a dormir, por lo menos, a contemplar alternativamente esas imágenes, y a leer un pequeño volumen que contenía la crítica y descripción de las pinturas
No hay comentarios:
Publicar un comentario